Yo a Cuba fui mal acompañado y, lógicamente, acabé sólo. Mientras la gente con la que iba prefería quedarse en un hotel donde te servían hamburguesas en la piscina como colmo del glamour (qué asco de agua con grasa), yo me iba a la Habana Vieja a pasear calles empedradas y respirar aire especiado.
Os aviso que no va a ser este el típico artículo que aprovecha los acontecimientos cubanos que acaban de ocurrir para decir: “Yo una vez estuve allí y, por tanto, puedo hablar durante horas de la situación sociopolítica de la isla». Yo fui un guiri en Cuba y de poco más puedo hablar de que la gente que conocí. Hablé con taxistas que querían huir, tenderas que estaban felices, camareros que preguntaban intrigados cómo era el mundo ahí fuera y curas que lloraban hablando de las glorias de la revolución.
Pero quiero contaros la historia de ese retrato:
Soy malísimo con las distancias y con las proporciones, pero debe hacer unos 20 metros desde el arco que marca la entrada a la Plaza de la Catedral desde el mercadillo hasta la terraza que, para guiris como yo, hay instalada en un lado de la plaza, cruzando por delante de las escaleras de la catedral.
Durante la tarde había estado en La Bodeguita de Enmedio leyendo sus paredes, pero la noche era excelente y crucé esos 20 metros dispuesto a camuflarme como uno más de esos guiris que hacen turismo sólo en lugares cercados, asegurados, controlados donde se quita la realidad de los ojos de los extranjeros y se vende topiquismo a altos precios, cualquiera que ha intentado tomarse un Café con leche at Plaza Mayor de Madrid sabe de lo que hablo.
No estuve mucho allí. No soportaba lo postizo de todo, una banda tocaba sones cubanos vestidos de traje oficial mientras un simpático con sombrero paseaba entre las mesas pidiendo limosna que, imagino, luego tendría que entregar al ayuntamiento (Algo que también pasa con los disfrazados de superhéroes de Times Square). El mojito estaba rebajado para no tener problemas con que ningún guiri enfermase,y hasta los pedigüeños ocasionales parecían haber pasado un casting.
Asqueado de sentir que estaba en una Habana tan prefabricada como el pueblo andaluz en mitad de La Mancha de Bienvenido Mr Marshall, pagué un pastón ilógico por un mojito y me dispuse a ir hacia los aledaños de la Calle 13, donde, en sótanos, se juntan los cubanos a hacer sus fiestas lejos de los extranjeros ricos, como los bailarines de Dirty Dancing.
Camino de ahí, noté que alguien corría detrás de mí, me di la vuelta y era un muchacho de unos 20 años que se paró a mi lado enseñándome un papel sin hablar.
Al principio no reconocí lo que había dibujado en ese papel, pero luego vi que era yo. Un retrato mío. Por primera vez, el muchacho habló:
– ¿Te gusta? Te lo regalo.
Me gustaba mucho, captaba algo más de mí que el parecido físico, pero le dije que no se lo podía aceptar como regalo, que quería pagarlo.
– ¿Me lo has hecho mientras estaba sentado en la terraza?
– No, ahí no nos dejan, te lo he hecho mientras andabas hacia ella.
Ahí estaba la historia, un retrato hecho en 20 metros. Le pedí que me llevara a un sitio lejos de la zona guiri donde pudiéramos sentarnos.
Debo decir con tristeza que el chico se vio obligado a decirme: “Encantado, pero te advierto de que no soy jinetero” Incómodo por el bofetón de realidad, le expliqué que sólo quería invitarle a algo y que me contara la historia de cómo hacía esos retratos.
Me llevó a una terracita cutre de la calle Genios, pedimos una Tukola y una Palma Cristal y me contó la historia de ese y de todos sus retratos:
Cada tarde se sentaba en las escaleras de la Catedral a hacer retratos a los turistas. La ley le prohibía incluso mirar a los turistas muy fijamente una vez se hubieran sentado en la terraza para no amedrentarles, así que tenía únicamente esos 20 metros desde que cruzaban el arco de entrada a la plaza para, en un vistazo, decidir qué persona era retratable y, sobre todo, cuál le daría algo por su trabajo.
Debía, antes de empezar a pintar, analizar el rostro y el alma de su posible cliente. Durante esos 20 metros, en cuatro trazos, debía hacer algo suficientemente reconocible como para que esa persona quisiera darle algo. Luego esperar a que se levantara de la terraza (allí no podía molestarle) y confiar en poder cogerle por la calle y que él no dijera: “Déjame en paz, moreno”. Incluso el que se tomara el “te lo regalo” como una verdad y se lo quedara sin darle nada.
Toda su calidad de vida de ese día se jugaba en esos 20 metros.
Le pagué el retrato y le pedí, que, por algo más de dinero, me hiciera uno allí, sin prisas, con el modelo posando para él. Y, curiosamente, ese retrato era peor. Estuvo más de 15 minutos mirándome y dibujando y el retrato no captaba ni la mitad de esencia de el que veis aquí. Le pagué los dos y el tiempo que había perdido conmigo sin poder hacer retratos.
Durante el resto de los días que pasé en La Habana me cruzaba con él cada vez que pasaba el arco de la plaza. Él ya nunca más me vio. dibujaba frenético a un alemán antes de que cruzara esos 20 metros.