Cuando mi abuela se quedó viuda, cuando ya tenía a sus hijos criados y peleando con hipotecas e hijos, se sintió sola por primera vez en mucho tiempo.
Algunas tardes yo iba a verla y la descubría en su sofá lleno de pañitos de punto, rodeada de cajitas.
Eran esas cajitas metálicas de Colacao oxidadas que, cuando yo llegaba, ella cerraba y dejaba en la mesita para que echáramos la tarde hablando de cómo estaba el tiempo, de la cantidad de delicuencia que ella veía por la tele y de cómo se preparan unas manitas de cordero de esas que te dejan los labios pegajosos.
Cuando murió, fuimos a su casa a hacer esas cosas tan feas de: “Tú te quedas con esto, porque la tía Juli ha dicho que quiere esto”. Mientras los hijos repartían las cuatro cosas, yo buscaba en las alacenas de madera oscura para averigüar por fin, qué tenían esas cajitas.
No os vais a sorprender, no es una historia misteriosa, es una historia normal. Aquellas cajitas tenían recuerdos. Fotos, muñecos, un reloj, unos pendientes… Cosas que sólo tenían significado para ella, para mí cachivaches, para ella, su vida.
Aprendí de mi abuela que en la vida, hay que ir llenando cajitas, para cuando ya no haya mucho más que recuerdos. Que hay un momento hacia el final, cuando por delante ya no queda casi camino, en que te gustará rebobinar, hacer balance y pensar: Ha merecido la pena.
Desde entonces, siempre que he vivido un momento importante, interesante, inolvidable, me he dicho para dentro: “Esto va a las cajitas”.
Hace 8 años Monaguillo me llamó para decirme que quería que hiciéramos algo juntos. Un programa de madrugada con llamadas, ese era el encargo. Yo hacía años que había dejado la radio porque no me gustaba lo que, en aquella época, se estaba haciendo y porque la televisión y los monólogos me tenían ocupado. Pero aquella era la posibilidad de volver a ella con la libertad que da un horario que, antes del podcast, estaba reservado a muy pocas personas.
Y, en tardes de terraza de bar, con un descafeinado de sobre delante, Monaguillo y yo nos inventábamos un lugar ficticio donde se reuniera la gente, muy al final del día, a dejar atrás la política, la economía, los debates enfadados y hablara de cosas muy tontas pero muy divertidas con un par de tipos que, en lugar de hablar cálidamente, gritaran, cantaran y se tomaran la vida como la broma que es.
La quinta acepción de la RAE de la palabra Parroquia es: Conjunto de personas que acuden asiduamente a una misma tienda, establecimiento público, etc…
Así que la cosa salió sola, esa era la idea, ser un espacio donde la gente acudiera cada día a ducharse de toda la roña de la rutina y salir de allí reído.
Que Monaguillo es uno de los talentos cómicos más brutales de este país, y una de las mentes más rápidas que existen ya lo sabía, porque además de ser eso, era y es mi amigo. Todo lo que le está pasando es fruto de mucho trabajo y de mucho talento. Todo ganado a pulso.
Que juntos nos alimentábamos el uno al otro ese lado raro del cerebro que provoca la risa lo sabíamos los dos, porque ya llevábamos años pasando horas y horas juntos sumando el uno los procesos mentales del otro.
Eso nos dio el valor o la inconsciencia de hacer algo que no sonara a nada conocido. Una cosa que puede ser muy valiente si triunfa, y una mierda muy gorda si nadie lo pilla.
Así que nos pusimos delante del micrófono con una idea de programa, un tono (el tono que podría escuchar cualquier persona y disfrutar sin sentirse insultado en sus ideas u ofendido por las nuestras) y muy poquísima confianza en que alguien fuera a entender lo que queríamos hacer. Todo era demasiado distinto.
Quiso la suerte que nos colocaran, como voz de apoyo y productora a Gemma Ruiz, que resultó ser una de las personas con mayor capacidad de adaptación a nuestro rollo que podría existir. Una bestia de la comunicación que entendió enseguida la fórmula y que sabia dejarnos hacer nuestras locuras apoyándolas de risas y comentarios brillantes y tan inteligente como para aceptar la auto parodia y morirse de risa de ella misma. Una bendición.
Durante los primeros meses todo fueron frases de alivio: “No os coméis los turrones”, “Gritáis demasiado”, “Vais a tener que escribir un guión, no aguantaréis ese ritmo improvisando”, “Eso de usar Facebook y Twitter para un programa es una tontería” “Deberíais tratar temas de actualidad, la gente no quiere hablar de cómo se hace la tortilla de patatas”… Todo era apoyo, alivio, empujones hacia arriba… Cariño.
Sorprendentemente, poco a poco, la gente, vosotros, entendisteis lo que pretendíamos hacer. El parroquiano pilló el tono, comprendió que se trataba de reírnos todos de todos, nos metíamos con el oyente llamándole feo, y ni siquiera le estábamos viendo, mientras que nosotros éramos cabezones, contábamos chistes malos, teníamos la cara antigua o nos lavábamos poco.
Ocho años, unas 1500 noches, calculo que unas 4000 llamadas, más de cien cinexines, regalitos, regalazos, siete libros, una obra de teatro, un show de monólogos y otro de improvisación…
No voy a ser yo quien juzgue si el trabajo está bien o mal hecho, eso es cosa de los parroquianos, sólo diré que, ahora que termina, he comprado un montón de cajitas para guardar miles de momentos que me habéis dejado…
Cuando muera, alguien abrirá unas cajas donde habrá baricoquis, fort glorys, petronilos, puentes de Talavera, salseretes, cantantes flojitos, Mcflys, porcusamientos, pitarchos, potorros y oréganos… Y no entenderá que yo he pasado ratos maravillosos recordando porqué esas cosas tan raras me hicieron tan feliz un día.
Pero eso será al final del camino, para el que me he empeñado en que queda muchísimo. Ahora aún quedan mil cosas que vivir, proyectos que someter a vuestro gusto o disgusto. Futuros éxitos que construir y fracasos que corregir.
Quedan mil cajitas por llenar, pero estas, en las que pondré una etiqueta en la que ponga: “La Parroquia” estas ya están esperándome para que las repase de vez en cuando.
Y las habéis llenado vosotros.
Mil gracias. Nos vemos en mil sitios, ojalá sigáis ahí. Yo os seguiré persiguiendo porque me gusta veros reír.